La propia madre se arrepentiría más tarde viendo el giro en la conducta de Carmina. Dejó de ser la chiquilla modosa y aplicada con ilusiones misioneras, ahora convivía con sus hermanos bastante mayores y con un pensamiento más adulto, pasaba tiempo libre con amigas de más edad con las que comenzaría a salir a fiestas y a conocer a chicos, coincidiendo con la enfermedad de Doña Encarnación que pasaba sus últimos días postrada en la cama.
Una larga enfermedad hizo entender a su madre, en los peligros que quedaba ahora su hija, y suplicaba a Dios y a la Virgen María para que retomase su vocación. Un fatídico 26 de julio del año 1915, mientras España llevaba dos días celebrando la festividad de su Patrón Santiago, con balcones engalanados y procesiones recorriendo las calles, se sumía en un viaje definitivo hacia Dios Doña Encarnación.
Su sensibilidad delicada, su innato buen gusto y su aborrecimiento de la ordinariez, impidieron a la muchacha deslizarse por caminos poco recomendables, pero lo que sobretodo salvó su juventud fue la religiosidad que no abandonó por completo jamás. Prueba de ello fue su devoción continuada a la Santísima Virgen, la Comunión frecuente, la búsqueda de su confesor el jesuita Padre Rubio, por el que se levantaba a las cinco de la mañana solo para coger turno y poder hablar con él, o su costumbre de dedicar tiempo a la meditación de “las verdades eternas”, en textos de San Alfonso María de Ligorio. Era entonces Carmina, una mezcolanza de frivolidad, ejercicio religioso y cualidades morales que hacían de ella una simpática, sociable e interesante joven.