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Carmina crece como una adolescente normal, sin estar exenta a problemas o dificultades propias de la edad. Su fervor religioso le hacía pensar constantemente en su consagración en alguna congregación religiosa, pero tenía a su familia que se resistían a aceptar la llamada de Dios de su hija. Temían perderla para siempre y en la casa se podían escuchar frases como, “es que es muy joven y no sabe lo que es la vida consagrada” o “es un fervorín pasajero, porque vive junto a las monjas del colegio”. Pero en Carmina ya ardía un profundo amor hacia Dios.
Doña Encarnación, escuchó de ella que quería ser religiosa misionera, su deseo era fuerte sin aceptar retrasos en su decisión. Pero quien mandaba era su madre sin duda, quien decidió precipitadamente que Carmina saliese del colegio de las monjas, para así evitar que las religiosas educadoras fomentasen aquellas ideas. Y así fue, la niña fue sacada del colegio sintiendo tristeza por el cambio y poco a poco se iba deshaciendo la idea de ser religiosa, hasta llegar a bromear con frases como: “¡yo monja, qué divertido! “¡cómo se me ocurriría tal cosa!”.

La propia madre se arrepentiría más tarde viendo el giro en la conducta de Carmina. Dejó de ser la chiquilla modosa y aplicada con ilusiones misioneras, ahora convivía con sus hermanos bastante mayores y con un pensamiento más adulto, pasaba tiempo libre con amigas de más edad con las que comenzaría a salir a fiestas y a conocer a chicos, coincidiendo con la enfermedad de Doña Encarnación que pasaba sus últimos días postrada en la cama.

Una larga enfermedad hizo entender a su madre, en los peligros que quedaba ahora su hija, y suplicaba a Dios y a la Virgen María para que retomase su vocación. Un fatídico 26 de julio del año 1915, mientras España llevaba dos días celebrando la festividad de su Patrón Santiago, con balcones engalanados y procesiones recorriendo las calles, se sumía en un viaje definitivo hacia Dios Doña Encarnación.

Carmina impactada por el hecho no dejaba de pensar que iba a ser de ella ahora que quedaba huérfana, sus hermanos independizados con sus propias familias tenían las puertas abiertas para ella. Fue Mariano, el mayor de todos los hermanos quien ejerce de tutor, y la pequeña vivirá con unos y otros por temporadas sin volver a sentir el calor de hogar familiar como cuando vivían sus padres. Mariano era un torrente de amor hacia su hermana, pero también tenía que ser la vara que midiera las exigencias de Carmina, que quería seguir haciendo su vida en esta incipiente adolescencia.

Su sensibilidad delicada, su innato buen gusto y su aborrecimiento de la ordinariez, impidieron a la muchacha deslizarse por caminos poco recomendables, pero lo que sobretodo salvó su juventud fue la religiosidad que no abandonó por completo jamás. Prueba de ello fue su devoción continuada a la Santísima Virgen, la Comunión frecuente, la búsqueda de su confesor el jesuita Padre Rubio, por el que se levantaba a las cinco de la mañana solo para coger turno y poder hablar con él, o su costumbre de dedicar tiempo a la meditación de “las verdades eternas”, en textos de San Alfonso María de Ligorio. Era entonces Carmina, una mezcolanza de frivolidad, ejercicio religioso y cualidades morales que hacían de ella una simpática, sociable e interesante joven.

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