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¡Tantos esperando tanto que no llega nunca! ¡Tantos buscando donde no hay, donde no se ha sembrado ni crece nada! La espera siempre ha formado parte de nuestras vidas. En lo cotidiano y humano puede parecer algo fastidioso, pero en la fe, la espera santifica tanto, como obtener lo que esperamos. El cristiano, siempre, desde tiempos de Jesús, comprendió la espera como un periodo de gracia, no solo para encontrar lo inmediato, lo tangible, sino y más bien, donde descubrir una presencia que el ruido acalla, una presencia sanadora, liberadora y tan silenciosa como discreta. Jesús, esa presencia que irrumpe en tu vida si abres la puerta es la esencia del adviento, bueno, y de todo en la vida cristiana. De Él dimana el manantial que da sentido a todo lo demás.

¿Cómo esperamos? Eso, es de cada quien, pero quiero compartir la historia de alguien que esperaba continuamente, y que no podía alcanzar nada…

Esa es nuestra vida, un sinfín de estímulos que ahuyentan el alma de su centro, que la dilata hacia horizontes vacíos. Otro cúmulo de necesidades reales o no, de tener, ser, sentir, poseer, hacer. No todo es así, pero, si en cada cosa de la que hacemos, falta lo esencial, Jesús, entonces todo lo demás van languideciendo como el sol al ponerse en la tarde.

En el capítulo 9 del evangelista San Juan, la historia nos relata una escena para algunos habitual, para el ciego dantesca. “Mirad”, dice Dios a través de los profetas muchas veces en la escritura: “Mirad”. Pero aquel ciego, privado de un sentido tan necesario y tan humano, no podía ver. Nunca había contemplado (solo en su imaginación) un amanecer, un lago o los camellos atravesando el terreno sembrado de olivos. ¡Cuántas cosas había perdido y allí estaba, reclamando un milagro, esperando, siempre levantándose y extendiendo la mano para poder comer!

En un arrebato por culpabilizar de las pruebas, dificultades y enfermedades a los propios enfermos o a sus familias, la mentalidad judía habla a través de los discípulos: “Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?”.

Pero los planes de Dios para la vida de los seres humanos, son planes de amor. Su gloria sería exaltada en este milagro, antes, responde:

“Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él.

Me es necesario hacer las obras del que me envió, entre tanto que el día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar.

Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo.

Dicho esto, escupió en tierra, e hizo lodo con la saliva, y untó con el lodo los ojos del ciego,

y le dijo: Ve a lavarte en el estanque de Siloé (que traducido es, Enviado). Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo.

Entonces los vecinos, y los que antes le habían visto que era ciego, decían: ¿No es éste el que se sentaba y mendigaba?”.

Si vecinos, si seguidores de Jesús, es el mismo que mendigaba, pero ahora es un nuevo hombre. Jesús llegó a su vida.

No se avergüenza de haber sido quién había sido, la gloria de Dios era más grande pues todos esos años a oscuras, hicieron más hermosa, grande, apreciable y salvadora la experiencia de ver.

Algunos decían: “Él es; y otros: A él se parece. Él decía: Yo soy”.

Asume con firmeza y rotundidad su pasado, es el mendigo, el tirado a la orilla del camino, ahora nuevo, levantado del polvo, reconocido con la dignidad de quien es rey, porque es hijo, hermano, coheredero de un Rey.

La redención de Dios, siempre llega, Jesús siempre pasa por nuestra vida. Es luz, y esa luz ilumina todo lo oscuro y opaco en nosotros. Su luz atraviesa sin invadir, y transforma sólo con tu permiso. Espera en Jesús, Él es tu verdadera redención.

Si esperas, si esperas bien, podrás decir como el ciego: “…una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo”.

CHARITAS

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