Cuenta una historia que en tiempos de la esclavitud del siglo XIX, un hombre con dinero veía el sufrimiento de los esclavos, cómo éstos eran tratados por sus amos. Un día, este hombre, se decidió a hacer algo diferente: se decidió a comprar un esclavo, pues a pesar de tener dinero, nunca había comprado uno, ya que estaba en contra de la esclavitud. Escogió al mejor esclavo, al más caro, al más fuerte y dotado. Una vez en sus manos, le dijo al esclavo: te compré, ahora te quedas libre. El esclavo, lo miró incrédulo. Desconfiando, pensando que su nuevo amo lo iría a golpear. Quedas libre, vete, le ordenó el amo. El esclavo, aún incrédulo, comenzó a correr, en búsqueda de su nueva libertad, temiendo ser alcanzado por su amo.
Luego de recorrer mucho camino, paró, se detuvo, pensó, y se decidió a volver donde su libertador. Al llegar a él, le dijo: “Yo era esclavo, tu me compraste a buen precio, quedé libre y, en mi libertad, he decidido servirte por el resto de mis días”. Y desde ese día, comenzó a servirle. Él fue feliz, pues su amo no era como los otros, le daba todo lo que él necesitaba: amor.
Así es la historia de salvación que Dios ha realizado en nosotros: antes éramos esclavos, fuimos comprados a un gran precio, a precio de sangre. Cristo murió y resucitó por amor a nosotros. Con eso, alcanzamos la libertad y la salvación. Y una vez libres, escogimos servir a Jesucristo, nuestro Señor.
Honremos tal sacrificio no dejándonos esclavizar por nada ni por nadie. Pidamos a Jesús que nos enseñe a darnos cuenta de nuestra propia necesidad y crecerá nuestro deseo de servirle y amarle.
En el Sacramento de la Eucaristía, en la Santa Misa, somos testigos de cómo Jesús nos abre su Corazón de par en par. Ahí es donde se renueva el Sacrificio Redentor incruentamente, pero tan real como en el tiempo histórico del Calvario.