“Hijo mío, come miel, porque es buena; la miel del panal es dulce a tu paladar. Así de dulce sea la sabiduría a tu alma; si das con ella, tendrás buen futuro; tendrás una esperanza que no será destruida”. Prov. 24
La devoción cristiana, ha ilustrado desde su propia experiencia finita, lo que ve, intuye y vive de Dios. La Eucaristía no es solo el centro de la vida cristiana, sino de nuestra propia vida. Todo lo fundamentamos, analizamos, vemos y vivimos desde Jesús, que nos habla real y verdaderamente cuando estamos ante Él. Esa es nuestra fe.
Esta misma devoción de dos milenios de historia ininterrumpida, ha puesto imágenes que representan o al menos vislumbran la grandeza de la fe, que llevamos en vaso de barro. Dentro de todas, la riqueza más grande es tenerle real, vivo y dialogante en la custodia. Por eso, abundan tantas representaciones de la Eucaristía, tantas como culturas y realidades: el pelícano que se hiere para dar de comer a sus polluelos, la fuente inagotable de agua viva, el pan vivo bajado del cielo… entre ellas queremos hablar de una que nos llamó la atención sobremanera.
La Eucaristía, como panal de la miel más dulce. Este es uno de los simbolismos que más nos enamoran, porque entendemos que, como el panal junta entorno a sí a todos los seres vivientes, grandes, pequeños, insectos, mamíferos, asimismo el Señor atrae de forma irresistible hacia Él en la Eucaristía, a los que se asoman a este universo que se abre ante nuestros ojos, y que contiene en sí todo deleite.
Todos necesitamos de Jesús Eucaristía, y todos recibiríamos consuelo si fuésemos más constantes, más pacientes en la virtud, más entregados a la adoración. Una vez delante de la miel más dulce del universo: Jesucristo mismo, no puedes sino quedarte a vivir en las inmediaciones del panal, formando familia, unidos y constreñidos en su amor, siendo Iglesia.
Ese mismo panal que destila la miel más dulce, compacta en sí a la Iglesia, alimentándola con el maná del cielo.
Normalmente vamos a Jesús Eucaristía con un sinfín de peticiones de todo tipo, de problemas a compartir, de situaciones que consultarle, y pocos vamos a escucharle, a consolarle, a reparar los ultrajes, a acompañar su soledad. Es en estos momentos, cuando el alma, desprendida de cualquier sentimiento de egoísmo se abre a Dios hecho pan, es cuando Él se nos presenta sin reservas, tal como es y nos habla al corazón. Todas nuestras grandes decisiones en la vida deberían ser fruto de este silencio entre amigos, en los que ese panal inagotable de la miel más dulce nos dice: Ven, estoy aquí por y para ti.
Ahora, cuando vayamos a la Iglesia, y nos quedemos a solas con Jesús, propongo que le digamos siempre: ¡Señor, panal inagotable de ternura inunda mi vida con tu miel dulcísima y haz que no me separa, ni decida, ni piense nada sin contar contigo!