Lo veo con el rostro sereno y apacible
absorto en su trabajo, cayéndole el sudor,
la paz que de él irradia, celestial, indecible,
es el fruto divino de su vida interior.
Alza de vez en cuando sus ojos hacia el Cielo,
y un suspiro ferviente lanza su corazón…,
pero si tiene cerca a Jesús, ¡qué consuelo!,
sus divinos encantos le roban la atención.
Así pasa su vida oculta y sosegada,
su vida trabajosa de pobre menestral…
tan sólo del trabajo levanta la mirada
por Jesús y María, su amor y su ideal.
Pobre y desconocido, del mundo despreciado,
¡quién se ocupa en la tierra del humilde José!
Más su gozo consiste en vivir ignorado
vivir para Dios sólo, de paz, de amor, de fe…
¡Oh! ¡qué humildad profunda la del bendito Santo!
¡qué pureza de ángel, qué seráfico ardor!
¡oh Nazaret sagrado de celestial encanto,
escuela donde se aprende sencillez con fervor!
¡Quién decirnos podría lo que José sentía,
aquel carpinterillo que es custodio de un Dios!
Cómo lo olvida todo, perdido en la alegría
de Jesús y su Madre, sus tesoros los dos.
Santo como ninguno la Iglesia lo proclama,
su santidad es tan grande cual lo fue su humildad…
¿preguntas el secreto?… Pues mira, José ama…
con Jesús y su Madre, vive de intimidad.
La intimidad es secreto que a las almas unidas
transforma, les trasmite la pura perfección,
que ven en los que aman, con caridad encendida
en el fuego sagrado de la divina unión.
Con Jesús, con María, ocultos, solitarios,
van tomando los santos su manera de obrar…
Cual José en Nazaret, y cerca del Sagrario,
ocultos, trabajando, vivamos para amar.
Madre María de Dios, abril 1937