No es nada extraño que sintamos esos deseos de trascender, de dilatar una situación aquí y en la eternidad. Y es que nos resistimos a languidecer, no me refiero a la vejez que es un paso natural, tanto como la vida y el nacer. Hablo de secarse, de asumir que somos finitos y que nuestra vida y legado, quizás si o quizá no, se acabará con nuestra vida terrena. Pero hay un aspecto de nuestra existencia en el que es muy evidente que estamos hechos para la vida eterna: el amor.
¿Quién no ha sentido el deseo de atrapar un instante para siempre? De niña, cuando pensaba en el amor, en cómo sería amada cuando creciera por alguién que correspondiendome sintiese lo mismo por mí, se entremezclaba un tenue deje de tristeza. Con los años fui consciente del porqué de aquel sentimiento: me resistía a pensar que el amor pudiese acabar. Pero en esta tierra, al menos físicamente, todo llega a su fin.
En una tertulia adolescente con mis compis de instituto, una de ellas comenzó a hablar del chico que le gustaba del colegio. Casi fue inevitable que cada quién, una a una, fuese desvelando su secreto. Llegó mi turno, y por aquel entonces, ya comenzaba a darle vueltas a la cabeza con lo que quería ser. Para sorpresa de todas salí con una frase que ni por asomo se esperaba: yo quiero un amor que dure eternamente. Y bueno, algunas sonrisas iluminaban las caras de mis amigas. A su vez, se notaba en sus expresiones una incógnita que no alcanzan a resolver. ¿A qué me refería?
Aunque en ese momento no les dije nada, hablaba en serie, quería un amor para siempre; y es que hacía un tiempo en paralelo a mis clases de danza y piano, asistía a un grupito parroquial en el que el amor a la Eucaristía era esencial. Ahí comencé a sentir la experiencia real de un amor eterno, sin fronteras, sin final, sin precios, sin letras pequeñas. En ese amor me había fijado porque antes, ese amor se había fijado en mí.
Saltar el vacío de la fe es complicado si no se cierran los ojos. Me explico, la vocación o mejor, ser monja en nuestro caso, como toda decisión importante, da vértigos. Si, porque uno no sabe lo que le espera. Lo intuye, pero es en la experiencia donde se da paso de la intuición a la certeza. Hay que cerrar los ojos por una sencilla razón: es un salto de fe. La fe implica la seguridad de que vayas donde vayas, nadie podrá retenerte el amor de Dios. Está claro que quién es monja ama y es amada para siempre, también que es un amor real. Quizá por eso tuve tan claro a quién elegir por Esposo. Esto es una elección que es respuesta a una misión de amor. En nuestro caso, vivir a los pies del Jesús Eucaristía en favor de las necesidades del mundo, es nuestra forma de corresponder al amor, de estar pendiente de las cosas que al Amor le preocupan y le ocupan. Doy gracias porque todo lo vivido a su lado, no es nada, comparado con la inmensidad sin fin que me espera. Los siglos serán testigos de nuestro amor eterno, Jesús.