Entre las muchas gracias místicas que recibió Santa Teresa de Jesús, destaca una visión singular y luminosa: la contemplación de Cristo resucitado en su humanidad gloriosa. Esta experiencia, que dejó una huella imborrable en su alma, no fue un símbolo ni una figura mental, sino una presencia real, viva, que cambió su manera de entender la fe, la oración y el cielo.
En su Libro de la Vida, Teresa narra con reverencia y temblor la visión que tuvo del Señor, tal como está después de resucitado:
“No era visión imaginaria, sino verdadera; aunque no le vi con los ojos del cuerpo, violo más claro que le viera con ellos. Me parecía estar todo el tiempo junto a mí, y yo tan absorta que me parecía no podía dudar… Estaba con tal majestad, que me espantaba” (Vida, 27,3).
No fue un Cristo doliente el que se le mostró, sino Cristo glorioso, resplandeciente, con un cuerpo real, aunque no sujeto a los límites del mundo. Teresa no habla de una luz abstracta, sino de una presencia viva que amaba, miraba, hablaba y sostenía. Aquel Jesús no era ya el Varón de dolores, sino el Viviente que ha vencido la muerte.
“Parecíame estaba siempre a mi lado, aunque no le veía. Y esta presencia me llenaba el alma de una suavidad tan grande, que no hay comparación con nada que se pueda decir…” (Vida, 27,4).
Un Cristo cercano, real, humano y glorioso
Para Teresa, la humanidad de Cristo era el puente entre el alma y Dios. Su visión no la elevó a un éxtasis fuera del mundo, sino que la arraigó más hondo en la verdad de la Encarnación. Cristo glorificado no pierde su cercanía; al contrario, la perfecciona. Su cuerpo es ahora templo de gloria, pero no deja de ser cuerpo humano. En Él se revela no solo la divinidad que salva, sino la humanidad que redime.
Esta experiencia marcó un giro en su vida espiritual. Ya no buscaba a Cristo en imágenes o memorias, sino en la certeza interior de que Él vive y está presente. Desde entonces, su oración se volvió más silenciosa, más profunda, más centrada en la compañía amorosa del Resucitado.
“No se me quitaba de la imaginación que estaba dentro de mí este Señor, y no podía dejar de estar con Él. Me parecía que andaba siempre en mi interior” (Vida, 28,2).
Doctrina vivida: el cuerpo glorioso y la promesa cristiana
La visión de Teresa no es una devoción privada, sino una confirmación mística de una verdad de fe: que Cristo ha resucitado con su cuerpo verdadero y glorificado (cf. Catecismo, n. 645), y que los cuerpos de los justos también resucitarán, conformados al suyo (cf. Flp 3,21). En Él, la carne no ha sido anulada, sino transfigurada. Por eso Teresa no escapa de lo humano, sino que se abraza más aún a Cristo Hombre, ahora glorioso.
Su testimonio nos invita a redescubrir esta dimensión luminosa de la fe. La Resurrección no es un hecho del pasado, sino una presencia transformadora, fuente de esperanza, alegría y promesa de comunión. Teresa lo vivió y lo creyó con toda el alma. Y desde entonces, ya no quiso mirar otro rostro, ni buscar otro amor, que no fuera el de aquel Jesús resucitado que la habitaba por dentro.